jueves, 30 de julio de 2015

Bruno Mars

Donde habite el talento.

Los anuncios de televisión son eficaces aliados para promocionar la música. Con su fructífero estilo machacón, la publicidad nos cuela canciones junto a productos llamados a mejorar nuestra existencia. Con frecuencia no prestamos atención a estos anuncios, y tanto productos como música son desterrados a ese lugar al que Cernuda puso nombre y Sabina cantó, ya saben, donde habita el olvido. Algunas veces, sin embargo, la canción de un anuncio salta la barrera de la indeferencia y saca del anonimato al autor o grupo en cuestión. Es cuando acabas leyendo en la carátula del disco: «Incluye la canción del spot de no sé qué».

Hace unos meses emitían un anuncio que siempre me provocaba el mismo efecto: levantar los ojos hacia la tele. Para la ciencia del marketing eso es un éxito, y aunque jamás me compre el coche promocionado, el producto ha logrado la ansiada notoriedad de marca. Aunque lo que cautivara mi atención no fueran las prestaciones del vehículo, ni su estético diseño o bajo precio, me atrapaban gracias a los veinte segundos de música.

Tuvieron que pasar varios días para que la curiosidad llamara a la acción y buscara por Internet el nombre de la canción del anuncio. Y como Internet todo lo sabe —y si no, se lo inventa— en cuestión de segundos tuve la respuesta adecuada: Locked out of heaven, de un tal Bruno Mars. Y ya no pude parar. Con la ayuda de Youtube fui descubriendo cada uno de los temas de este joven músico hawaiano.

Y aquí es cuando debo reconocer que me quedé gratamente sorprendido por el enorme talento de Bruno Mars. En tiempos en los que los grandes artistas musicales están de capa caída y no surgen nuevos con las capacidades que antaño tenían Michael Jackson, Madonna, Prince o similares, tengo que reivindicar que este tipo me parece realmente bueno. Sus canciones son variadas y potentes, mezcla estilos con brillantez, incluso sus videos musicales son excelentes. Me gustaría resaltar el de The lazy song, con una puesta en escena simple pero efectiva. En el video, sólo él y unos tipos con careta de mono en una habitación. Todo el video está rodado con una cámara fija, y los tipos se limitan a bailar una coreografía sencilla y divertida. A mis niños les encanta, y cuando ese efecto no lo provoca el Cantajuego, suele ser buena señal. Bruno Mars es un artista completo: toca varios instrumentos, tiene condiciones de bailarín, imagen de artista y amplia tesitura vocal, con un timbre que algunos comparan acertadamente con Michael Jackson.

No corren buenos tiempos para los artistas. Seguro que Bruno Mars no llega a alcanzar a los nombres que cité con anterioridad, pero, quizá porque echo de menos a tipos con la personalidad y el talento de Michael, he recibido con agrado el descubrimiento de este artista hawaiano. Es posible que haya caído en la trampa de la comercialidad —eso pensé cuando vi a una monitora de gimnasio machacar al personal con su canción Uptown funk—, pero como de vez en cuando hago concesiones y no me gusta perderme nada por un exceso de pureza, declaro sin sonrojarme que Bruno Mars me ha encandilado con sus temas. Ojalá las fauces de la industria, del mercado o de él mismo no se recreen con Bruno Mars destruyendo ese lugar donde habita su talento.


viernes, 26 de junio de 2015

Invisible

Vislumbrando a un gran escritor.

Paul Auster es uno de los escritores más aclamados de nuestro tiempo. Además de autor de un buen puñado de novelas y otros textos literarios, es guionista, director de cine y el flamante ganador de muchos prestigiosos galardones, entre ellos el Premio Príncipe de Asturias de las Letras.

Hoy tengo que confesar haber sufrido un cierto síndrome de desinterés hacia su obra. Pese a las numerosas recomendaciones recibidas de un lejano tiempo a esta parte, por amigos y familiares bien entendidos en esta afición (¿a extinguir?) de leer libros, siempre me he resistido a darle una oportunidad. Únicamente lo hice una vez, hará unos años, en un tiempo en que me documentaba sobre todo lo que tuviera que ver con el universo de Lewis Carroll. Entonces fue el turno de Ciudad de Cristal, y si bien no me disgustó —de hecho reconozco en la novela muchas virtudes de indudable interés—, no dejó en mí el poso que quizá esperaba o supuestamente merecía.

Sin embargo, soy persona dispuesta a perseverar en cuanto a lo de dar oportunidades se refiere. Tenía que hacer un segundo acercamiento. Y esta vez la opción elegida fue Invisible, una de sus últimas novelas. No sabría justificar la causa de esta elección. Creo recordar que puse en Google aquello de “mejor novela de Paul Auster”, por ir a lo seguro, y descubrí que la crítica —al menos la que Google catapulta con complejos y secretos algoritmos a los primeros lugares— no se ponía de acuerdo. Mientras que unos denostaban su Trilogía en Nueva York, otros la aclamaban, y así ocurría prácticamente con todas sus novelas. Supongo que la sinopsis de Invisible me atrajo lo suficiente como para imponerse sobre el resto en el imaginario primer lugar del montón de libros pendientes de leer, montón cuyo orden viene determinado, casi siempre, por un algoritmo todavía más intrincado y misterioso que el de Google.

Una vez terminada, mi principal conclusión es que Invisible es una novela curiosa. Este el primer adjetivo que ha venido a mi cabeza cuando he pensado en ella. Desde el punto de vista formal, la obra está estructurada en cuatro partes, narradas con diferentes estilos y desde distintos puntos de vista. En mi opinión, esta variedad de estilos y la estructura narrativa es lo más interesante de toda la novela. El libro destila oficio de escritor por los cuatro costados. La trama me ha parecido floja, los personajes no me han inquietado ni conmovido, y en algún momento me ha parecido que el argumento se estiraba artificialmente como un chicle desgastado, pero de lo que no hay duda es de que Paul Auster es un maestro en cuanto a narración se refiere. Domina la técnica a la perfección y sabe alternar narradores y estilos con una pulcritud realmente admirable. Parafraseando a Hemingway, el señor Auster sabe escribir en prosa.

Desde un punto de vista más comercial, el argumento de Invisible trata de jugar con elementos que den cierto interés a la historia: un asesinato, infidelidades, una relación incestuosa y, sobre todo, unos personajes que de diferentes formas pueden calificarse como seductores. La novela también tiene un trasfondo, para mí poco explotado, sobre quién dice la verdad, al punto de que la historia se transmuta en ambigua, y permite al lector cuestionarse sobre todo lo que le han contado los principales personajes.

Me temo que de nuevo Paul Auster me deja un poco frío, desconcertado, como ya ocurriera tras leer Ciudad de Cristal, aunque una vez más vislumbro a un escritor de gran talento al que, quizá en breve, deba dar una nueva oportunidad. Agradeceré entonces cualquier recomendación para no tener que recurrir una vez más al oráculo de Google.

jueves, 28 de mayo de 2015

Creep

Quiero comprar esa canción.

Algunas veces no soy consciente de lo realmente buena que es una canción hasta que no la escucho versionada por otro grupo o cantante. El otro día, al entrar en una tienda de ropa de la ciudad, descubrí con satisfacción que sonaba una canción preciosa en su interior. Durante un breve instante, melodía y armonía lograron abstraerme del tormento de ir de compras. Entonces me pareció que conocía la canción, que debía ser una versión de algún clásico, pero terminó antes de que pudiera reconocerla. Unos pocos días después, como si fuera Sísifo que carga una y otra vez con la misma piedra, volví a entrar en otra tienda. Y, de nuevo, los dioses se conjuraron para aliviar mi pesada carga, regalándome la misma canción. En esta ocasión estuve más fino. La reconocí pronto. Lo que sonaba en Zara Home era una versión de Creep, el primer sencillo de la banda británica Radiohead.

Siempre me ha gustado Creep. Es de estas canciones que, sin bien transmiten el mismo buen rollo que la sección de economía de un periódico en tiempos de crisis, su fuerza no te deja indiferente. Más bien te noquea lentamente, de forma casi hipnótica. Los versos de la canción te van arrastrando hacia abajo, a una especie de pozo sin fondo. Mi momento favorito, tanto musical como en el mensaje que transmite, es cuando dice: You're so fuckin' special/ I wish I was special/ But I'm a creep / I'm a weirdo. Es un momento sublime, de reconciliación con la parte más miserable de nuestra existencia. Pero no todos piensan igual. Según he leído, la canción fue retirada de la BBC Radio por ser demasiado depresiva. Como si la depresión no hubiera sido la musa de algunos de los más geniales temas de la historia.

Salí de la tienda con infinitas ganas de regresar a casa y escucharla. Con ese gusanillo que solo se sacia cuando la oyes una y otra vez, durante días. Todavía estoy en ello. El gusano ha abierto un boquete que no parece que vaya a cerrarse con facilidad. Mi mente vagabundea buscando el hueco para que Thom Yorke vuelva a hablarme de ella, de su amor imposible, de cómo le gustaría ser especial, como ella.

Normalmente las versiones suelen cargarse la canción original. Raras excepciones existen por ahí. Pero hay que reconocer que la versión que escuché en las tiendas, obra de la banda Postmodern Jukebox y de Haley Reinhart (a los que he conocido gracias a este trabajo), no solo permiten redescubrir Creep, también la llevan a otro terreno, el del jazz, donde la canción muestras otros matices que la hacen, si cabe, todavía más desgarradora.

Siempre he pensado que hasta que no escuchas una canción de pop/rock solo con una voz y una guitarra (valdría un piano) no sabes lo buena que es. Esta versión me ha abierto los ojos: Creep es toda una obra maestra. En este caso, la exuberante voz de Haley Reinhart únicamente se hace acompañar de un piano, un contrabajo y algo de viento, concretamente un saxofón y un trombón, demostrando que más de dos solo son multitud si no se está a la altura. No es el caso, la combinación es perfecta. Mención especial cabe hacer del final de la canción, donde Haley se desata.

El artículo debe terminar así, hablando de ella. No de Haley ni de la musa que inspiró a Thom Jorke y compañía, sino de Creep, de la canción. Porque es especial, jodidamente especial.


miércoles, 29 de abril de 2015

La senda del perdedor

Bukovski como escritor de libros de autoayuda.

De tener más tiempo y espacio, me gustaría disponer de una biblioteca con todos mis libros perfectamente ordenados. Cada libro en su lugar y un lugar para cada libro. 

Y dando vueltas a esta ensoñación, todavía lejana, me he puesto a pensar que si tuviera que clasificar las novelas de Charles Bukovski, creo que las metería en el estante de Autoayuda. Ya sé que suena extraño, porque leer la prosa de Bukovski, en ese estilo denominado realismo sucio, ni me hace mejor persona ni me insufla ningún tipo de optimismo ni ganas de nada. Pero a mí, de alguna forma, Bukovski me ayuda…

Lo explico. Sus novelas son perfectas para cuando no entra la letra ni con sangre, para cuando la cabeza no da para leer otras cosas más complejas, para momentos de máxima distracción (aeropuertos, estaciones y esperas diversas en sitios donde mi concentración se dispersa). Y, sobre todo, me ayuda a retomar la buena costumbre de engancharme con la literatura, de disfrutar de ella, de hacerla necesidad. Solo por eso merece estar en el estante de los libros de autoayuda, ¿no les parece?

Lo último que he leído de Bukovski es La senda del perdedor, una novela de título interesante, aunque nada tenga que ver con el nombre original Ham on Rye, y que algunos atribuyen a cierto guiño a El Guardián entre el centeno (Catcher in the Rye). Una vez más nos encontramos con la vida de Henry Chinaski, el álter ego de Bukovski, y en esta ocasión se centra en la infancia y adolescencia de este singular personaje. Aparte de su forma de narrar, tan descarnada, sincera y real (aunque no por ello poco creativa), me ha gustado especialmente porque es quizá la primera novela que leo de Bukovski donde el contexto, la Gran Depresión, tiene casi tanta importancia como las reflexiones de su protagonista. Quizá sin ánimo de serlo se convierte en una crítica mordaz al gran sueño americano y a determinados valores que normalmente se asocian al país de las barras y estrellas. El joven Chinaski no aspira a competir por nada, a ganarse la vida haciendo nada digno, a defender ningún tipo de ideal ni valores. Ni siquiera representa a la contracultura, solo a la dejadez, la vagancia, el hastío de la vida. En el caso de Chinaski, la marginalidad, en parte impuesta y en parte pretendida, le lleva a interesarse (pero sin demasiado afán) por la literatura y la escritura, pero también a una espiral de autodestrucción en la cual se siente fuerte, duro, seguro. Los libros de autoayuda normalmente nos invitan a abandonar nuestra llamada zona de confort. Henry Chinaski se niega, pero no porque su zona de confort sea un lugar agradable, sino porque piensa que la única posibilidad de elección en la vida está entre lo malo y lo peor.

Cuando uno se siente abrumado e incapaz de enfrentarse al negro sobre blanco, siempre aparece Bukovski para insuflar ganas de seguir leyendo. Seguro que Henry Chinaski jamás pensó que los textos que escandalizaron a su padre hasta el punto de echarlo de casa, acabarían junto a una colección de libros de Paulo Coelho.

jueves, 26 de marzo de 2015

Beryl

Recuperando viejas costumbres, antiguos sonidos.

Cuando era más joven nunca escuchaba las noticias en el coche. Solo música. Luego algo cambió. No fue de pronto, sino progresivo. Y por alguna oscura razón los informativos y los debates radiofónicos acabaron desplazando a las canciones. Aunque seguramente la causa no fuera más que el inevitable e implacable proceso de hacerse viejo.

Hasta que un día me harté. Empecé a cansarme de las noticias y de las opiniones de los periodistas. El mundo entraba en un proceso de cambio permanente, seguramente los nuevos tiempos exigían estar más informado que nunca, pero la desoladora coyuntura económica y el cansino panorama político me empujaron a querer desconectar, a volver la vista hacia el retrovisor, y recuperé mi vieja afición por las viejas canciones. Y la música volvió a inundar el cubículo de mi coche.

Desde entonces, casi siempre sintonizo emisoras que radian música de tiempos pasados, no sé si mejores, pero que al menos me resultan familiares. El otro día, en una de esas cadenas que se niegan a emitir canciones que no sean mayores de edad, me sorprendió que pusieran un tema nuevo, tan nuevo que el disco ni siquiera se había estrenado. Seguramente lo hicieron porque el autor es un viejo rockero, uno de esos tipos cuya edad le coloca en esa franja de edad que da derecho a la jubilación. Además, la canción sonaba a lo de siempre, a lo que siempre ha hecho. Y me agradó comprobar que hay ocasiones en que lo bueno no es innovar, sino seguir haciendo bien lo que se ha hecho bien toda la vida, es decir, buenas canciones.

Para el que aún no sepa de quién hablo, me apresuro a desvelarlo. El músico en cuestión es Mark Knopfler, y la canción (como anticipa el título) es Beryl, incluida en el recién presentado Tracker. Beryl suena a años 80, a lo mejor de Dire Straits. El estribillo es fresco, alegre y pegadizo, y la guitarra tiene un deje que me recuerda al sonido de la banda sonora de La Princesa Prometida. Les animo a escucharlo. Beryl es sencillamente espectacular. Y reconozco que, en estos tiempos en que hay que hacer verdaderos esfuerzos por estar al día en cualquier asunto, fue agradable mirar al futuro echando marcha atrás y recuperando antiguas costumbres. Como se dice por ahí: A veces hay que dar un paso atrás para coger un nuevo impulso.


P.D.- Por cierto, la canción es un homenaje a la novelista inglesa Beryl Bainbridge.