martes, 23 de julio de 2013

Antes del anochecer

Cuando terceras partes siguieron siendo buenas.



Contar una historia en tres actos no parece fácil. Menos aun cuando median nueve años entre cada uno de ellos. Para más inri, y saltando sin red en ese circo de tres pistas que hasta ahora es la cinéfila vida de Jesse y Céline, cuando la historia se limita prácticamente a una conversación entre sus dos protagonistas.

Esa virguería la consigue con nota el director Richard Linklater, ayudado por sus dos cómplices en esta aventura que dura ya casi veinte años: los ya entrañables Julie Delpy y Ethan Hawke. A estas alturas los actores están tan implicados en el proyecto que ellos mismos participan en la creación de los diálogos. Al fin y al cabo, ellos son la película.

Empecé a ver esta trilogía por la segunda parte (Antes del atardecer). Después vi la primera (Antes del anochecer) y por último, aunque espero que no sea la definitiva, he visto la recién estrenada tercera parte: Antes del anochecer. Creo que mi favorita sigue siendo la segunda, esa deliciosa historia en la que los protagonistas dan un paseo en tiempo real por París mientras se ponen al día de lo que han hecho, lo que no han hecho y lo que les hubiera gustado hacer en los últimos nueve años. Quizá es porque es la que más se ajusta a mi momento vital. O pudiera ser que fuera porque es la más arriesgada y original.

Antes del anochecer, la última de la saga, se desgrana en cuatro secuencias principales: la despedida del hijo del primer matrimonio de Jesse (Ethan Hawke) en un aeropuerto griego, un trayecto en coche con Jesse conduciendo, Céline (Julie Delpy) de copiloto y las gemelas de ambos durmiendo en el asiento de atrás, una comida con amigos que da pie a un cruce de diálogos con la temática habitual de estas películas —el amor y la vida— y la traca final: la devastadora conversación de Jesse y Céline en una habitación de hotel, la última noche de sus vacaciones en Grecia. Creo que en realidad las tres primeras secuencias son una excusa necesaria para contar a los espectadores los nueve años de relación de Jesse y Céline, una vez que el escritor decidiera perder el avión seducido por la personalidad y la dulce voz de Céline a la guitarra.

Porque una vez que el director nos ha dibujado en nuestra mente sus impresiones sobre lo que ha supuesto la concreción, convivencia y desgaste del amor romántico que se inició hace ya cerca de veinte años entre Jesse y Céline, nos suelta a bocajarro la secuencia más complicada, intensa y desesperanzadora que haya visto en los últimos tiempos: una discusión tan real y compleja que se parece demasiado al amor real, y que está bien lejos del que se suele contar en las películas. Es en esa secuencia donde descubrimos que los protagonistas han madurado y crecido, pero que también se han desencantado y han convertido en insufribles sus antaño inocentes defectos. Céline es ahora una mujer cínica y frustrada que se refugia en el feminismo para no reconocerse culpable de que sus sueños de juventud se hayan hecho trizas. Jesse es egoísta y algo irresponsable, que achaca a la fatalidad y a una sociedad decadente el haberse pasado la vida pensando más en el mismo que en los seres a los que supuestamente quería.

Mientras que Céline ve en las frecuentes discusiones de sus hijas gemelas un esperanzador brote de lucha y no sumisión ante la vida, Jesse ve un preludio del fin de la humanidad. Un simple detalle que muestra perfectamente la personalidad de sus padres.

Lo mejor de Antes del anochecer siguen siendo los largos y complejos diálogos de sus dos protagonistas. Lo peor quizá sea la escena de la comida con los amigos. Me parece que extender la profundidad de los diálogos a ocho personas resulta demasiado irreal, aunque es cierto que esta escena le da un toque diferente a la saga. De todas formas, Antes del anochecer es una película para no perderse. Toda la trilogía es para no perdérsela. Esperemos que dentro de nueve años Céline y Jesse vuelvan a aparecer en nuestras vidas. No olvidemos que el amor siempre será eterno mientras dure.

viernes, 19 de julio de 2013

Agnosia

Una buena historia en una película que no acaba de funcionar.


Seguro que si hubiera visto el tráiler de Agnosia antes que la película, se hubiera generado dentro de mí una expectación que, con posterioridad, se hubiera transformado inevitablemente en decepción. A priori parece una película muy interesante: buena fotografía, excelente ambientación y una trama inquietante cuyo eje central es una extraña enfermedad que afecta a la percepción. Todos los ingredientes necesarios para que una película me llame la atención.

Sin embargo, tras ver Agnosia, únicamente puedo concluir con cierta desazón que el resultado final es fallido. La película de Eugenio Mira no está a la altura del guión, que firma Antonio Trashorras, un crítico habitual de la revista Fotogramas. Una vez más estamos ante una historia interesante que no está bien contada. La cinta carece de persuasión, ese elemento tan importante en la literatura y en el cine para que el lector o espectador se crea la historia, por muy inverosímil que sea.

Al fiasco general contribuyen unos actores que —cómo decirlo— no hacen bien su trabajo. Félix Gómez está desastroso, muy poco creíble. De Eduardo Noriega sólo puedo decir que está muy por debajo de sus posibilidades. Posiblemente, la única que se salve, aunque tampoco haga una interpretación para tirar cohetes, sea Bárbara Goenaga. Y sospecho que se salva porque tiene un físico adecuado para el papel, lo cual no puede decirse lo mismo de Félix Gómez y Eduardo Noriega. Nadie, por mucha agnosia que padezca, los confundiría. Menos aún en los momentos de intimidad, aunque sólo sea por la diferencia de altura de los dos actores.

Además de las interpretaciones, falla el ritmo. No puede ser que una trama en la que no falta la acción genere momentos de aburrimiento. Pero sobre todo, hay un problema manifiesto de credibilidad. Y cuando no te crees lo que te cuentan, todo lo demás deja de tener sentido.

Una pena, en los tiempos que corren no andamos sobrados de buenas historias para malgastarlas en hacer una película que no convence, que no emociona, que no persuade. Falla la persuasión, falla la película.

viernes, 12 de julio de 2013

Pedro Páramo

Vine a Comala porque me dijeron que sería feliz.

«En Comala comprendí 
que al lugar donde has sido feliz 
no debieras tratar de volver».

(Joaquín Sabina – Peces de ciudad)


En Comala no he sido feliz, así que debo tratar de volver.

Es cierto ¾confieso con tristeza¾, no he logrado disfrutar plenamente de la novela del mexicano Juan Rulfo. Me he perdido entre las calles de Comala, entre sus personajes, en sus cambios de narrador, en sus historias que dan saltos en el tiempo, en ese realismo mágico del cual esta novela es uno de sus máximos exponentes, pero que a mí me ha confundido.

Pedro Páramo era un libro eternamente pendiente. Mi interés creció a pasos de gigante el día que escuché por primera vez la cita que uso como introducción, el verso de una de mis canciones favoritas de Sabina. Desde ese momento quise viajar a Comala, conocerla, saborear cada uno de sus rincones. Quise intentar ser feliz allí. Ahora que he vuelto de ese viaje tengo recuerdos antagónicos, una mezcla agridulce que hasta que pase un cierto tiempo no voy a ser capaz de digerir. Aunque lo más probable es que tenga que volver a Comala, releer de nuevo Pedro Páramo. Me resisto a no ser feliz en Comala.

Lo que me ha ocurrido con Pedro Páramo no me sorprende. Ya me había pasado con algunos escritores latinoamericanos. Sí, soy uno de esos que no es capaz de terminar Rayuela; Cortázar es un autor que se me atraganta, pese a que en algunos de sus párrafos sienta que toco el cielo. Tampoco pude con Juan Carlos Onetti. Tuve que huir de su Santa María, ese lugar inexistente en el que desarrolló buena parte de su obra literaria. Demasiado caótica para una mente, la mía, que siempre necesita encontrar un sentido.

Supongo que hay sitios que no son para uno. Pero espero sinceramente que Comala no sea uno de ellos. Lo intuyo porque algunas frases del relato no pueden ser más bonitas: «Faltaba para mucho para el amanecer. El cielo estaba lleno de estrellas, gordas, hinchadas de tanta noche. La luna había salido un rato y luego se había ido. Era una de esas lunas tristes que nadie mira, a las que nadie hace caso».

Me contaron que en Comala sería feliz. Pero, por el momento, sólo puedo añadir que «hay pueblos que saben a desdicha». Volveré.

martes, 9 de julio de 2013

El gol de Nayim

El mejor gol de una final.



Hoy voy a hablar de fútbol. Sé perfectamente que abordo un tema recurrente en cualquier charla de amigos, vecinos, compañeros de trabajo, en los informativos…, vamos, en cualquier sitio donde se reúnan personas con ganas de darle a la lengua, especialmente si son hombres. Pero quizá no sea tan habitual tratar de escribir sobre fútbol y darle un cierto toque literario. Aunque hay algunos grandes escritores como Camus o Galeano que nunca se avergonzaron de manifestar abiertamente su pasión por este deporte.

Voy a hablar de fútbol porque una noticia ha destapado el baúl de mis recuerdos. Hace algunos días vi en el telediario que un periodista publicaba un libro con los mejores goles de la historia. Y gracias a esta noticia (por cierto, un poco estúpida) rememoré algunos de los mejores goles que he vivido. Sin despreciar el gol de Iniesta, sin duda el más importante de mi vida porque supuso que España se proclamara campeona del mundo, o el gol de Mijatovic, quizá el que más haya celebrado y que le dio la séptima Copa de Europa al Real Madrid, el gol que voy a tratar de narrar ocurrió hace más de dieciocho años, concretamente el 10 de mayo de 1995, pero se quedó grabado para siempre en mis retinas. Efectivamente, voy a hablar del gol de Nayim, el mejor gol que se haya marcado en una final, el gol que supuso que el Zaragoza le ganara la Recopa al poderoso Arsenal, que defendía título.

Estábamos a falta de treinta segundos para que terminara la prórroga. Todo parecía indicar que se resolvería en los penaltis. Cedrún (el altísimo portero del Zaragoza) jugueteó un poco con la pelota, la plantó en el suelo y le dio uno de esos pelotazos buscando algún fallo en la defesa o simplemente poner la suficiente distancia de por medio entre el balón y la portería que defendía. El balón se pasea tranquilamente por encima de Poyet, bota y va hacia la cabeza de Linighan, que lo despeja erróneamente hacia el pecho de Nayim. La pelota bota de nuevo dos veces y empieza el espectáculo.

Mohamed Ali Amar Nayim (que por lo visto traducido al castellano significa «el afortunado») estaba a cuarenta y nueve metros de la portería. Quedaban apenas unos segundos para que finalizara la prórroga. El propio Nayim confesó que su primera intención fue pasársela al delantero Esnéider, pero vio que estaba en fuera de juego. Después ya no dudó más, aunque nadie se podía esperar que ocurriera algo así. El propio José Ángel de la Casa —el comentarista de Televisión Española— empezó a decir «Y Nayim lo que ha intentado es…» Parecía que la frase acabaría como «…es una locura». Pero Nayim sabía lo que hacía y ni José Ángel de la Casa ni nadie más lo sabíamos. Vio al portero del Arsenal adelantado y lanzó un zapatazo con una parábola perfecta, de ésas que salen sólo una vez en la vida. Seaman, el arrogante guardameta del conjunto inglés, saltó mal, un poco antes de lo que debería y a pesar de tocar la bola, no fue suficiente para impedir que la pelota acabara dentro en la portería.

El partido se había acabado. Todos lo sabían. Y el Zaragoza había ganado la Recopa gracias a un gol prodigioso, de los que nunca se olvidan.

Las reacciones no se hicieron esperar. La cara de imbécil que se le quedó a Seaman no tiene precio. El portero inglés nos caía mal a todos los españoles, aunque no me acuerdo del porqué. El equipo de un entonces joven Víctor Fernández jugaba al fútbol que daba gloria verlo, y mereció ganar aquel trofeo. Yo, que no soy del Zaragoza, me sentí maño por unos días.

El fútbol no es como el baloncesto, que cuando se va a cumplir el tiempo, el jugador lanza la pelota desde donde se encuentre, intentando un triple imposible. En baloncesto algunas veces se logra. En fútbol apostaría a que sólo se ha logrado una vez. Y lo hizo Nayim. Cuando Nayim pateó de forma perfecta el esférico, debió pensar que si uno cree en lo que hace, el triunfo es posible. Aunque parezca lo contrario. Lo mismo debieron pensar en la localidad zaragozana de Trasmoz, que le dedicaron una calle al «Gol de Nayim», al mejor gol que se haya visto en una final.


viernes, 5 de julio de 2013

De ratones y hombres

Un libro para recomendar y no fallar.



¿No os ha pasado que a veces alguien os pide que le recomendéis un libro y no sabéis qué contestar? Suele ocurrir con esas personas que os advierten de antemano: «Pero que no sea muy largo. Alguno fácil de leer». Es entonces cuando uno cae en la cuenta de que sus libros favoritos no son fácilmente recomendables, y le asalta la sospecha de que si se atreve a citar cualquiera de esas novelas que le fascinaron, van a acabar abandonadas irremediable e inmisericordiamente a las primeras de cambio.

Hoy creo que he resuelto ese problema. Por fin he encontrado un libro cortito y fácil de leer, sin que por ello pierda la condición de ser una obra maestra.

John Steinbeck se consolida así como uno de mis escritores favoritos. Los temas sociales que aborda en sus novelas, que suelen centrarse en la Gran Depresión de los años 30, se han vuelto demasiado actuales en los tiempos que corren para no convertirlos en libros de cabecera. Dolorosamente actuales.

Empecé hace algunos años con uno de los trabajos menores del Premio Nobel norteamericano: Tortilla Flat. No estaba mal para empezar, pero todavía estaba lejos de sus mejores trabajos. Después le siguió La Perla, en la cual ya están presentes todos los elementos de su prosa sencilla pero descarnada. Y luego vino lo mejor: Las uvas de la ira y Al este del edén. Ambas son excelentes, a pesar de que Mario Vargas Llosa considere que ésta última, que merece su elogio, es una «mala novela» (ver su fantástico ensayo La verdad de las mentiras).

Y, por último, le ha tocado el turno a De ratones y hombres. Empezó a llamarme la atención cuando Sawyer, uno de los personajes más carismáticos de la serie Lost, la citaba en un par de ocasiones. Incluso se refería a esta novela como su favorita. Como de cuando en cuando me doy el capricho de leer a Steinbeck, consideré que había llegado el momento.

De ratones y hombres me ha parecido sencillamente excelente. A pesar de su brevedad aborda de manera magistral todos los elementos de una buena novela. Y ello combinado con la intensidad y profundidad que suelen tener los grandes relatos. Sinceramente, creo que estamos ante una obra maestra.

La novela cuenta la historia de George y Lennie, dos trabajadores del campo que en plena Gran Depresión van de rancho en rancho ofreciendo sus servicios. El libro es un canto a la amistad, a la esperanza, a la integración, a los sueños, a pesar de que la historia sea dramática y su desenlace terriblemente trágico.

He visto que es uno de los libros que obligan a leer en muchas escuelas de los Estados Unidos. Me parece una elección excelente, no sólo por la agilidad de su prosa, los valores que transmite, sus diálogos excelentes… (¡Ojo!, no quise decir buenos, sino excelentes, magistrales). Es una novela que sin duda puede hacer germinar la pasión por la literatura en los estudiantes norteamericanos. Y no sólo en ellos. En cualquier persona que se decida a sumergirse entre sus páginas.

Por eso, ya tengo el libro perfecto para recomendar este verano. La única pega es que se puede leer en un par de días, y el verano es muy largo. Si así ocurriera, y se encontraran ante un verano desierto de propuestas literarias, vuelvan a pedirme una recomendación.

lunes, 1 de julio de 2013

L'amour dure trois ans (la película)

 algunas películas duran demasiado.


Por regla general, me gusta el cine francés. Desde las ingeniosas comedias en las que no puedo parar de reír (como por ejemplo La cena de los idiotas), hasta sus fábulas modernas, como el caso de Amélie. Lo último del país vecino que he visto en el cine creo que ha sido Intocable, esa deliciosa comedia dramática que hace reír y llorar a partes iguales, y que, sobre todo, me conmovió hasta lo más profundo de mis entrañas.

Por eso, y porque me encanta ver las películas francesas en versión original, tenía ciertas esperanzas de disfrutar del viernes por la noche viendo L'amour dure trois ans.

No había leído ninguna crítica. Soy de los que piensan que uno puede darse el lujo, de vez en cuando, de perder un par de horas con la compañía de una mala película. Con los libros soy más exigente; si una novela me va a acompañar durante algunos días, qué menos que merezca la pena. Quizá por eso lleve mucho tiempo en el que prácticamente sólo leo a los clásicos.

Había además otra razón para ver la cinta francesa. Aunque la novela 13,99 euros de Frédéric Beigbeder (ver crítica aquí) no me había terminado de convencer, me parecía que una película basada en otra de las novelas de este autor (y dirigida por él mismo) debía ser, cuanto menos, divertida. Y creo que eso es lo que buscaba: una película divertida, sin pretensiones, pero que me hiciera pasar un buen rato.

Por todas estas razones me tragué la película hasta el final. En ningún momento pensé en dejarla, pero cuando terminó, tuve esa amarga sensación de haber perdido esas dos horas. Concretamente, 98 minutos que dura la cinta. Afortunadamente, duró bastante menos que el amor.

Desgraciadamente no hay mucho que decir sobre ella. El guion es muy flojo y, a partir de ahí, todo los demás deja de tener sentido. La película se desmorona inmediatamente como un castillo de naipes. Demasiados tópicos en una misma historia (el hombre que no cree en el amor que acaba perdidamente enamorado, el amigo fanfarrón y follarín que acaba descubriendo que el amor de su vida es otro hombre, y así hasta la saciedad). Incluso el final, supuestamente sorprendente, me dejó totalmente frío. Sin mencionar que ese final me recordó sospechosamente al de una de las novelas de Michel Houellebecq. De hecho, todo el estilo de Frédéric Beigbeder me recuerda demasiado al del señor Houellebecq y al de Charles Bukowski, el cual aparece incluso al principio de la película a modo de «experto en el amor» que es entrevistado. El problema es que empiezo a creer que F. Beigbeder tiene infinitamente menos talento que cualquier de los otros dos.

En resumen, creo que se le está dando demasiada cancha al publicista, después escritor y ahora también director francés. Algo de talento parece tener, pero intuyo una carrera excesivamente corta. Al menos en el campo de la literatura y del cine. Pero nunca se sabe. En esta sociedad del espectáculo, es posible que «su arte» sí tenga cabida, que dure más de lo que, en la tesis propuesta por la película, dura el amor.