Hay palabras que uno querría
—y debería— usar más a menudo. Una de ellas es «carajo». De hecho, esta es la primera
vez que la utilizo en un medio escrito, y juraría que hasta la fecha esta
palabra jamás ha salido de mi boca.
La acepción del
diccionario para este término que más me interesa no es la primera, aquella que
dice que «carajo» es un sinónimo del miembro viril. Si fuera así, lo verdaderamente interesante de esta palabra sería el disfrute que se hace de ella, y no es mi
intención entrar en estos momentos en una vulgaridad semejante. La acepción que
me interesa es aquella interjección que, tal y como dice la RAE, sirve para
expresar disgusto, rechazo, sorpresa, asombro, etc. No cabe duda de que la creciente
indignación que me sacude por dentro merece que me tatúe en la frente que ya
está bien de abusos —que no de usos— y de escupir a la cara a más de uno
cualquier expresión que incluya esta palabra, como por ejemplo: «¡Vete al
carajo!».
Quizá esta palabra me
fascine por su fuerte sonoridad. En realidad, todas las palabras que incluyen
la letra «j» son fonéticamente muy contundentes. O pudiera ser que el haberla
escuchado en repetidas ocasiones en los labios del maestro Joaquín Sabina —él la
utiliza en acepciones que ni siquiera el diccionario recoge— haya contribuido a
que atribuya un cierto cariz de canalla y rebelde a aquel que se atreve a
pronunciarla en público.
Por eso, en estos
tiempos en que la corrupción, la codicia y la cobardía se han instalado en
todos los estamentos de poder de nuestra sociedad, lo único de lo que quedan
ganas es de atacar con el arma del lenguaje y mandar al carajo a todos aquellos
que abusan del dinero de todos para su propio disfrute.
Puede que usar esta
palabra no sirva para nada, pero os aseguro que, siendo mi primera vez, he
disfrutado haciéndolo.
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