No fue hasta los dieciséis
años cuando descubrí que era un imbécil.
Al
principio no quise asumirlo; no es plato de buen gusto calificarse a uno mismo
con un adjetivo que designa a aquellas personas que destacan por su falta de
inteligencia o su escasez de razón. Pero cuando la verdad te asalta en un
callejón oscuro, y te pone entre la espada y la pared, no siempre es posible
una huida, ni siquiera una mentira piadosa.
El
juez instructor de mi caso dictó sentencia: no cabía duda, era un imbécil. Pero
no uno de esos imbéciles que dejan preñada a la chica y luego no quieren saber
nada de ella; tampoco uno de esos imbéciles que salen por la tele y que cada vez que
abren la boca dan tres patadas al diccionario y cuatro al sentido común. Ni
siquiera uno de esos políticos imbéciles que nos embarcan en guerras absurdas
con el único fin de ser más ricos y poderosos. No, yo no era uno de ellos.
Sin embargo, cuando aquel
marzo de 1993 me asomé a la ventana de clase, para contemplar estupefacto cómo
Alicia —la única persona por la que
hubiera regalado mi alma al diablo— se besaba en el patio del colegio con Lucas,
el macarra guaperas del instituto, supe que entraba por la puerta grande y por
derecho propio en el club de los imbéciles. Un club que, por cierto, nunca he
tenido el coraje de abandonar.
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