martes, 28 de mayo de 2013

El club de los imbéciles

No fue hasta los dieciséis años cuando descubrí que era un imbécil.

Al principio no quise asumirlo; no es plato de buen gusto calificarse a uno mismo con un adjetivo que designa a aquellas personas que destacan por su falta de inteligencia o su escasez de razón. Pero cuando la verdad te asalta en un callejón oscuro, y te pone entre la espada y la pared, no siempre es posible una huida, ni siquiera una mentira piadosa.

El juez instructor de mi caso dictó sentencia: no cabía duda, era un imbécil. Pero no uno de esos imbéciles que dejan preñada a la chica y luego no quieren saber nada de ella; tampoco uno de esos imbéciles que salen por la tele y que cada vez que abren la boca dan tres patadas al diccionario y cuatro al sentido común. Ni siquiera uno de esos políticos imbéciles que nos embarcan en guerras absurdas con el único fin de ser más ricos y poderosos. No, yo no era uno de ellos.

Sin embargo, cuando aquel marzo de 1993 me asomé a la ventana de clase, para contemplar estupefacto cómo Alicia —la única persona por la que hubiera regalado mi alma al diablo— se besaba en el patio del colegio con Lucas, el macarra guaperas del instituto, supe que entraba por la puerta grande y por derecho propio en el club de los imbéciles. Un club que, por cierto, nunca he tenido el coraje de abandonar.

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